miércoles, 12 de julio de 2017

En el rincón de los olvidos



—Abuelo, ¿por qué te hemos abandonado en el olvido?—. Le preguntó el pequeño nieto de escasos 9 años, aunando a la pregunta irónica su profunda reflexión introspectiva. —Todos hacemos nuestra vida, —continuó diciendo el pequeño —intentando organizar un nuevo día pero…, y tú, ¿qué hay de ti? Encerrado entre estas cuatro paredes llenas de soledad, acompañado por esa ventana cuyas cortinas ya están raídas.
El abuelo lo miraba fijamente, escuchando con atención su temprana cavilación existencial. —Te equivocas, mi pequeño amigo, en realidad no estoy solo, me acompañan los recuerdos, y también los compañeros que han estado junto a mí a lo largo de mi vida—. Dijo el hombre al tiempo que se colocaba los anteojos de cristales más que gruesos… —¡Auch!, estas rodillas que ya no me funcionan bien; anda, ven, ayúdame a ponerme en pie que quiero mostrarte algo.
Con gran dificultad logró separarse de la vieja silla mecedora que se había convertido para él en una especie de nido. Sus cansinos pasos se encaminaron hacia la única ventana de la habitación… —Emiliano ¿ya te has ido? —no, abuelo, aquí estoy, junto a ti, ¿es que debo suponer que no me miras? —perdón, sí te veo, pero quise preguntar porque así comienza nuestro juego.
Empezaré por presentarte a mis amigos… Emiliano; mi camastro, testigo de las sensaciones que mi cuerpo experimenta —¡abuelo!, ¿acaso estás desvariando? —no, escucha; todo lo que voy a mostrarte puede oírte. No responderán a tus preguntas, al menos hoy no, lo harán a su debido tiempo, cuando llegues a mayor como yo lo he conseguido. Pero déjame continuar…, la silla mecedora, mi fiel compañera. Su vaivén es un tic-tac imaginario que registra los latidos de mi exangüe corazón ya casi muerto. Las paredes, mi caja fuerte, encargada de custodiar mis sentimientos, incluso…, mis lamentos. Yo los nombro sacerdotes misioneros porque todo lo que les revelo se lo callan.
Emiliano, ¿ya te has ido? —¡Nooo, abuelo!, aquí estoy, junto a ti —disculpa, lo sé, sólo quise asegurarme de que escuchas. Asómate por la ventana; Te presento al viento, es como mi tanque de oxigeno, y los arbustos, habitación de mis huéspedes queridos…, los pajarillos. —Abuelo, ¿te sientes bien? —sí, tan sólo es la dolencia de mis cansados huesos. Acércame la medicación que está sobre el buró, por favor. Por cierto, casi lo olvido, el buró es mi doctor, almacena y prescribe las píldoras para mis padecimientos, y también para el olvido. Emiliano, ¿ya te has ido? —¡Ay, abuelo! Por supuesto que no me he marchado, aquí estoy. Anda, tómate las píldoras —gracias—. Pronunció el abuelo, quien para recibir las píldoras tuvo que mover su mano temblorosa en un intento por encontrar la mano de su nieto.
—¿Qué te estaba diciendo, Emiliano? —Me estabas hablando de las aves allá afuera, ¿recuerdas?, tus amigos —es verdad, casi lo olvido. Es el turno de presentarte a mi gran amigo…, el cielo. Durante el día él se convierte en mi consuelo, de hecho, alumbra mi camino, con esa linterna tan grande que surge por el oriente para calentar mi nido. ¡Ah!, pero el cielo tiene magia porque por las noches se convierte en paraíso, una especie de templete para las estrellas. Todas bailan para mí por órdenes de la anfitriona..., la luna. Juntas me invitan a celebrar la conexión que tenemos, y cada noche me agradecen el habernos conocido.
El abuelo se percató de la humedad en sus mejillas. Con los ojos anegados buscó por intuición la pequeña mano de su nieto —ayúdame a llegar a la mecedora, por favor, te lo suplico. El pequeño lo condujo lentamente, intentando comprender las locuras del abuelo. Después de acomodarse sobre su fiel compañera, la silla, se retiró las pesadas gafas para sumergirse en el vaivén y pronunciar de nueva cuenta…, —Emiliano, ¿ya te has ido? —No, abuelo —yo tampoco —agregó aquel viejo..., —aunque me tengan confinado en el rincón de los olvidos.

Roberto Soria - Iñaki


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