—Abuelo,
¿por qué te hemos abandonado en el olvido?—. Le preguntó el pequeño nieto de
escasos 9 años, aunando a la pregunta irónica su profunda reflexión
introspectiva. —Todos hacemos nuestra vida, —continuó diciendo el pequeño
—intentando organizar un nuevo día pero…, y tú, ¿qué hay de ti? Encerrado entre
estas cuatro paredes llenas de soledad, acompañado por esa ventana cuyas cortinas
ya están raídas.
El abuelo lo
miraba fijamente, escuchando con atención su temprana cavilación existencial.
—Te equivocas, mi pequeño amigo, en realidad no estoy solo, me acompañan los
recuerdos, y también los compañeros que han estado junto a mí a lo largo de mi
vida—. Dijo el hombre al tiempo que se colocaba los anteojos de cristales más
que gruesos… —¡Auch!, estas rodillas que ya no me funcionan bien; anda, ven,
ayúdame a ponerme en pie que quiero mostrarte algo.
Con gran
dificultad logró separarse de la vieja silla mecedora que se había convertido
para él en una especie de nido. Sus cansinos pasos se encaminaron hacia la única
ventana de la habitación… —Emiliano ¿ya
te has ido? —no, abuelo, aquí estoy, junto a ti, ¿es que debo suponer que
no me miras? —perdón, sí te veo, pero quise preguntar porque así comienza
nuestro juego.
Empezaré por
presentarte a mis amigos… Emiliano; mi camastro, testigo de las sensaciones que
mi cuerpo experimenta —¡abuelo!, ¿acaso estás desvariando? —no, escucha; todo
lo que voy a mostrarte puede oírte. No responderán a tus preguntas, al menos
hoy no, lo harán a su debido tiempo, cuando llegues a mayor como yo lo he
conseguido. Pero déjame continuar…, la silla mecedora, mi fiel compañera. Su
vaivén es un tic-tac imaginario que
registra los latidos de mi exangüe corazón ya casi muerto. Las paredes, mi caja
fuerte, encargada de custodiar mis sentimientos, incluso…, mis lamentos. Yo los
nombro sacerdotes misioneros porque todo lo que les revelo se lo callan.
Emiliano, ¿ya te has ido? —¡Nooo, abuelo!, aquí
estoy, junto a ti —disculpa, lo sé, sólo quise asegurarme de que escuchas.
Asómate por la ventana; Te presento al viento, es como mi tanque de oxigeno, y
los arbustos, habitación de mis huéspedes queridos…, los pajarillos. —Abuelo,
¿te sientes bien? —sí, tan sólo es la dolencia de mis cansados huesos. Acércame
la medicación que está sobre el buró, por favor. Por cierto, casi lo olvido, el
buró es mi doctor, almacena y prescribe las píldoras para mis padecimientos, y
también para el olvido. Emiliano, ¿ya te
has ido? —¡Ay, abuelo! Por supuesto que no me he marchado, aquí estoy.
Anda, tómate las píldoras —gracias—. Pronunció el abuelo, quien para recibir
las píldoras tuvo que mover su mano temblorosa en un intento por encontrar la
mano de su nieto.
—¿Qué
te estaba diciendo, Emiliano? —Me estabas hablando de las aves allá afuera, ¿recuerdas?,
tus amigos —es verdad, casi lo olvido. Es el turno de presentarte a mi gran amigo…,
el cielo. Durante el día él se convierte en mi consuelo, de hecho, alumbra mi
camino, con esa linterna tan grande que surge por el oriente para calentar mi
nido. ¡Ah!, pero el cielo tiene magia porque por las noches se convierte en
paraíso, una especie de templete para las estrellas. Todas bailan para mí por
órdenes de la anfitriona..., la luna. Juntas me invitan a celebrar la conexión
que tenemos, y cada noche me agradecen el habernos conocido.
El abuelo se
percató de la humedad en sus mejillas. Con los ojos anegados buscó por intuición
la pequeña mano de su nieto —ayúdame a llegar a la mecedora, por favor, te lo
suplico. El pequeño lo condujo lentamente, intentando comprender las locuras
del abuelo. Después de acomodarse sobre su fiel compañera, la silla, se retiró
las pesadas gafas para sumergirse en el vaivén y pronunciar de nueva cuenta…,
—Emiliano, ¿ya te has ido? —No,
abuelo —yo tampoco —agregó aquel viejo..., —aunque me tengan confinado en el rincón
de los olvidos.
Roberto Soria - Iñaki
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