sábado, 8 de julio de 2017

Lamentos inesperados



—Estoy muriendo, mi nena, y el tiempo me ha perdonado… Anda, ven, que quiero compartir contigo las cosas de mi pasado, en señal de despedida, cual secreto confesado.
Recuerdo cuando me dijiste que yo era el hombre esperado, que la llama de mis ojos era como el pebetero aquel, de aromas enjabonados.
Traías un vestido blanco y el cabello alborotado, sin maquillaje perfecto, pero el rostro iluminado. Ya luego pues…, me conquistaron tus ojos, y lo rojo de tus labios.
Caminaba muy erguido, no me pesaban los años, y a través de mis suspiros te hacía llegar mis regalos… ¡Ay, ay!… Espera un poco, mi nena, los dolores regresaron, inyéctame más morfina porque aún no he terminado… Así, eso es, así, ya empieza a surtir su efecto, sólo es cuestión de un momento para sentirme aliviado.
Cuántas veces discutimos, ¿lo recuerdas?, fueron muchas, pero siempre coincidimos que era mejor olvidarlo, porque el calor que sentimos es de dos enamorados.
—Descansa, te miras muy agotado, si quieres yo te platico de lo que traigo guardado. ¿Te acuerdas de don Patricio? El hijo del hacendado —¿el que te mandaba flores con el hijo de su criado?—. Ese mismo…, pues bien. El día que te pusiste enfermo a causa de la tifoidea, no teníamos ningún centavo.
Yo estaba desesperada, y ni como remediarlo. Me fui corriendo hacia el pueblo para conseguir prestado, y me encontré a don Patricio, andaba todo embriagado.
Le conté lo que pasaba, y al mirar mi sufrimiento…, me dijo "asunto arreglado". «¡Vámonos pa la bodega, allá te doy el dinero.» Lo vi muy entusiasmado.
Cuando entramos al negocio cerró con llave la puerta, y en un acto despiadado me quiso tomar con fuerza. Me rasgó toda la ropa dejándola hecha jirones, y me abrazó con lujuria mostrando sus intenciones… Logré zafarme, después de cien empellones.
No pude salir corriendo, ¡la puerta estaba atrancada! Yo tenía que defenderme para no ser mancillada…, cogí un cuchillo, de forma disimulada, escondiéndolo en mi falda para no ser delatada. «Así me gustan las hembras, para quitarles las bragas»..., decía el maldito.
Yo estaba muy asustada, pero lo enfrenté valiente... —¡Anda, macho, yo también estoy caliente!—. Al escuchar mis palabras se desvistió dando tumbos, y yo para motivarlo le mostré mis blancos muslos…, ya no pudo contenerse, su cuerpo se me vino encima, ¡y le clavé aquel cuchillo!, me convertí en asesina.
¡¡Tomé la llave, salí corriendo!! Y aquí me tienes, mi negro; porque te sigo queriendo.


Roberto Soria - Iñaki


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