Abrió
los ojos. Kim miró a su alrededor; un espectáculo dantesco era testigo del
holocausto que se había gestado en la vesania de una mente retorcida. Una “bomba de hidrógeno” se había encargado
de impregnar el aroma peculiar a muerte en el extenso territorio del país
asiático.
A
sus nueve años de edad, al pequeño y regordete chico le resultaba difícil entender
el porqué de la tragedia. A su mente llegaban cientos de imágenes que no lograba
digerir; rostros de familiares y amigos desfilaban en su subconsciente,
acompañados por voces entremezcladas que hacían inentendibles los murmullos que
se debatían en la oquedad de sus oídos.
El
ambiente se sentía candente; sin embargo, a Kim parecía no afectarle. Era como
si su anatomía fuese ajena a la cruda realidad que se colaba a través de sus
pupilas. Al andar, sus descalzos pies no percibían el suelo. Las humaredas tétricas
circundaban el entorno, mas su vista —sin dificultad— distinguía lo que ahora
era un gigante cementerio…
«Muerte,
muerte, muerte», bisbiseaba atónito mientras sus lagrimales expulsaban
manantiales de dolor envueltos en salinidad que le quemaba el rostro. Después
de caminar entre despojos alcanzó la cima de un montículo:
—¿Te
gusta lo que ves? —Escuchó decir a sus espaldas.
—¿Quién
eres? —Preguntó con gran asombro.
—No
debes responder con una pregunta. Te vuelvo a cuestionar: ¿Te gusta lo que ves?
—No…
¿Ahora me dirás quién eres?
—Soy
el espíritu de la Navidad.
—¡Patrañas!
¡Eso no existe!
—¿Quién
lo dice?
—Mi
padre. Me asegura que tan solo son estupideces occidentales. Por cierto… Él,
¿en dónde está? ¿A dónde se ha ido todo el mundo? —Preguntó mirando en todas
direcciones.
—Ha
muerto, al igual que tus congéneres en esta zona. Todo gracias a tu obra.
—¿Mi
obra? —Cuestionó desconcertado el pequeño Kim.
—Sí…,
vuestra obra: Ordenaste la transportación del artefacto letal que tu ejército
guardaba y una mala maniobra en el proceso provocó la desgracia que tienes frente
a ti; he aquí tu laurel a tu vil insensatez.
—Pero…
¿Cómo he podido ser yo el autor de tan horrible acto si tan solo soy un niño?
—Ahora
lo eres porque yo así lo he querido. El poder que tengo es suficiente para
mostrarte el futuro. Si lo dudas ven, toma mi mano.
—¿Para
qué?
—Te
conduciré al pasado.
Kim,
cogió la mano de aquel ser que con dificultad dejaba ver su rostro. Una larga y
espesa cabellera, lo mismo que la barba, cubrían las facciones del longevo
hombre que surgiera entre la nada.
En
fracciones de segundo Kim, pudo verse a sí mismo. Los recuerdos se agolparon en
el punto medular de su memoria. Uno a uno sus dormidos pensamientos le fueron
presentados; desde la orden dada por él —amparado en su poder de “mandatario”— y, hasta la destrucción de
la nación que gobernaba.
—¡Basta!
¡Eso no fue lo que ordené…! Yo quería la destrucción del mundo occidental, pero
no la de mi patria —dijo sollozando al tiempo que bajaba la cabeza y se tumbaba
de rodillas sobre el suelo.
—Lo
sé; pero dime: ¿Qué te queda entre las manos? Nada. El occidente sigue en pie,
lamentando tu desgracia. Entretanto tú, lo mismo que tu pueblo, son comparsa de
fantasmas.
—¿Por
qué me muestras esto?
—Te
lo muestro en tu niñez porque no naciste malo; te forjaron. Aquellos que influyeron
en tu formación calcularon mal los riesgos. He aquí el resultado.
—¡Detente
ya! ¡Te lo imploro! Si tienes el poder para terminar con esto ¡Hazlo ya!
Después de todo es mi castigo; estoy maldito.
—Puedo
hacerlo, como también puedo revertir con tu buena voluntad lo que está escrito.
—¿En
verdad lo harías…? ¿Harías eso por mí aún sin merecerlo?
—Sí,
lo haría.
—¡Pues
anda ya!, ¡te lo suplico! En cambio te prometo hacer de mi presente algo
distinto. Con humildad, con altruismo. Intentaré cambiar el rumbo de la triste
realidad, entendiendo que la peor enfermedad que se apodera de la humanidad es
sin duda el fanatismo.
El
pequeño Kim cerró los ojos, en espera de un futuro promisorio; sin maldad, sin
egoísmo.
Roberto
Soria – Iñaki
Imagen
pública
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