jueves, 28 de septiembre de 2017

La Soledad, es perra




Camina sola, entre toneladas de concreto mudo, bajo las farolas que intentan disipar la oscuridad de su penumbra. Acomoda su melena, mientras el carmín que colocó en sus labios luce intenso. Sus ojos negros contrastan con la blancura casi albina de la piel que cubre a la perfección su esbelto cuerpo.
La media noche la abraza. Su andar es acompasado, como si quisiera taladrar la acera con la punta milimétrica de sus tacones. En el hombro derecho descansan las correas de su bolso de marca prestigiada, adornado con una serie de detalles en charol con grecas que lo hacen lucir bastante caro. El viento sopla helado, pero el abrigo que la cubre pareciera no inmutarse por el clima.
Continúa caminando, como si a cada paso sus torneadas piernas se alimentaran con los metros recorridos. De repente, un pequeño perro se aparece en su camino. La mira emocionado no obstante el mantenerse como pegado al suelo, hecho una bola por la temperatura que se ostenta despiadada. —Hola, pequeñín, no tengas miedo que no pienso lastimarte. ¿Qué haces aquí, acaso te han corrido de la casa?—. Le dice mientras el canino levanta un poco la cabeza para poder olfatearla…
Ella lo acaricia y el perrito se levanta, como impulsado por un resorte, como si fuera su ama…, le baila, incluso le emite sonidos como para conquistarla. —¡Olé, pequeño!, hasta parece que fuiste entrenado para dar los brincos. Pero nada, que no pienso llevarte conmigo. Con trabajos cargo mis cansados huesos, además, en el piso donde vivo no permiten animales.
El perrito pareciera entender lo que le ha dicho…, chilla al tiempo que regresa a su resguardo con la cola entre las patas. La mujer se acerca, se arrodilla, y en voz baja le revela la decisión que ha tomado. —Jolines, tío, pero si a mí no me gustan los perros. Además, lo único que me acompaña es mi sombra y ya estoy acostumbrada. Pero bueno, anda, vamos, ya veremos lo que le invento a la dueña del edificio en donde vivo—. El canino lamió la mano de la mujer que recién se levantaba, fue entonces que la mujer notó la correa que apenas se miraba entre lo espeso del pelaje del canino abandonado. De la hebilla de la correa pendía una pequeña placa confeccionada en aluminio que decía: «Busco alma solitaria, ¿mi nombre? “Soledad”, y tú, ¿cómo te llamas?».


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