Abordar el tema de quienes
se apasionan por la literatura es como hablar del cuento tradicional de Alice in Wonderland, existe pero
pareciera que no, o más bien, no existe pero pareciera que sí. En fin, todo
depende del color del cristal con que se mira, el punto al que deseo llegar es
el de los paradigmas, esos que limitan e incluso asesinan los sueños de tantos
escritores sin importar el género que plasmen en sus narrativas, amantes de la
pluma, apasionados por compartir con el mundo la creatividad que emana de sus
mentes, fabricantes de herramientas que combaten la ignorancia, ávidos por
extirpar las células oxidadas promotoras de esa patología que alimenta el
retroceso cultural que nos sumerge en la penumbra.
Entre un número importante
de amantes por la pluma confirmamos que el 90% de quienes escriben no lo hacen
para convertirse en personajes famosos y millonarios, sino por el simple placer
de hacerlo y dar a conocer el talento particular que los caracteriza, pero el
camino no es sencillo.
Muchos son los que piensan
que para escribir se necesita talento, estudios especiales y creatividad entre
otras cosas, y tienen razón. Y aunque hay quienes no poseen estudios relativos
a, cuentan con los recursos natos que son suficientes para dar vida a las
historias que surcan el universo infinito de la imaginación.
Es fácil suponer que los créditos totales de un libro son exclusivos del autor, desde la inspiración del texto y hasta la venta del ejemplar, en donde la única parte ajena del proceso se llama imprenta. Sin embargo y tristemente no es así, intervienen factores que actúan en detrimento del talento. Editores, editoriales, diseñadores gráficos, correctores de estilo, impresores y distribuidores entre otros, grupos de mafiosos que mantienen secuestrado el gremio a través de prácticas monopólicas, gánsteres que deciden qué manuscritos se publican y cuales no, en dónde y a qué precio, convirtiendo al talento intelectual en carne de cañón, a tal grado que muchos de ellos cobran cantidades absurdas y desorbitantes por publicar las obras sin importar que el escritor no gane un céntimo. Buitres que ni siquiera se dan el tiempo de leer los contenidos, para ellos todos son comerciales mientras les reditúe.
Vivimos en un mundo en
donde leer es imperativo, Internet y todo lo que conlleva lo exige,
no existe opción, no interesa si el idioma es alterado de forma salvaje en
las redes sociales con el pretexto de simplificar lo que tanto tiempo ha
costado construir. Y ahí están los guerreros del arte del buen decir, luchando,
defendiendo a capa y espada todo lo relacionado con la gramática. No claudican,
no se arredran, buscan incesantes nuevas opciones que permitan la culminación
de sus proyectos, todo con el afán de hacer llegar a las manos indicadas el
mensaje que sin duda todo libro posee. ¡Qué la pluma no se rinda para que la
letra nunca muera!
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