Entró lánguidamente, en esa
habitación atiborrada por los grillos, cuyos parapetos estaban tapizados con
emplastes del olvido. Las telarañas envolvían cual capullo a la bombilla que
pendía del techo, opacando la viveza en los destellos de la luz que de por sí…,
se había extinguido.
Había un camastro, deteriorado por el
moho, producto de las lágrimas y el desamor de muchos otros que en su cruda
realidad…, se habían establecido en el colchón como su nido. Hombres y mujeres
condenados sin razón al cruel desprecio, marcados en gran parte de su cuerpo
por las llagas de la negligencia médica, indolencia por muchos practicada sin
importarles el juramento Hipocrático que los vistió de blanco, como a los
mismos ángeles en el estrado del Olimpo.
—¡Mujer…, siéntate que voy a desatarte!—. Pero ella no lo escucha,
porque su mente se encuentra encadenada a las pastillas, esas píldoras
suministradas en contra de su voluntad con el pretexto de cuidar su integridad
adormecida.
El enfermero que la custodia desliza
sus inicuas manos sobre la tela que cubre las partes más sensibles de su
cuerpo. Su lascivia le rasga la pequeña bata en derredor de los pezones.
Ella se sienta, dejando al
descubierto sus desnudas piernas mientras el responsable de cuidar de su salud
le besa el cuello. La recuesta en el camastro, para invadir su intimidad sin el
permiso del pudor que la mantiene viva. «¡Maldito!». Pareciera pronunciar el
chirrido de la cama. No hay testigos, si acaso aquel cerrojo de la puerta que
atisba en la hendidura de la llave la vergüenza de aquel acto criminal, digno
de olvido.
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