lunes, 12 de junio de 2017

La dama de rojo





Se le mira resignada; ella, conocida entre los chicos del barrio como “la dama de rojo”. Los tacones de sus zapatillas estaban impresos en las aceras de esas calles que tantas veces le habían visto caminar, desde las 19:00 horas y, hasta las 07:00 de la mañana siguiente.
A los hombres jóvenes no les interesa cruzar palabra con esa mujer, quizá porque sus impulsos están frescos y los de ella… huelen a tiempo, cuya fragancia es pasada de moda como lo es un pantalón español con pliegues en el frente, de esos usados en los años ’50 «Ahora mi contoneo no obedece a lo sensual del movimiento intencional del galanteo, sino a la dolencia de mis pies por el trajín de recorrer como mínimo 100 veces esta calle.» Pensó al tiempo que recargaba su cansada espalda en uno de los muros del viejo edificio que servía como hotel, en donde la comercialización de agasajos y algo más... era una constante.
Miró hacia ambos lados de la calle, hacía frió. Pocos transeúntes para ser fin de semana. Fijó su vista en su escote, la firmeza de sus pechos se había convertido en un fatuo recuerdo. Extrajo de su bolso un cigarrillo mentolado para llevarlo a sus labios con su diestra temblorosa —¿Me permites?—. Era una voz masculina, conocida para ella.
No giró la cabeza para mirar a su interlocutor, cerró los ojos y aspiro profundamente la loción de quien sostenía extendido su brazo con un encendedor en la mano…, —¿te sientes bien, María? —María; hace tiempo que nadie me llamaba por mi nombre. Pensé que te habías olvidado de mí —te dije que eso no sucedería, pero… ¿encenderás tu pitillo?—. La mujer reacomodó el emboquillado entre sus labios al tiempo que el hombre le acercaba el fuego de su chisquero.
Después de aspirar una enorme bocanada de humo se giró para encontrase con los ojos de ese viejo conocido —Julián, mi querido Julián, esas canas en las sienes te hacen lucir más atractivo —y tú, María, te mantienes tan hermosa como siempre —sigues siendo muy galante, mi querido Julián.
Se fundieron en un abrazo…, él la sujetó del brazo para guiarla hacia un automóvil que se encontraba aparcado una docena de metros más adelante: —¿Me permites invitarte un café? —Dijo Julián mientras María lo miraba embelesada — ¿o prefieres una copa en el lugar acostumbrado?
María optó por la copa. Y ahí se encontraban nuevamente, frente a la mesa del viejo bar que fuera testigo de arrumacos entre ellos hace apenas unos cuantos años —Te sigo amando—. Dijo María para después sorber un trago derecho de la copa de coñac que habían ordenado —lo sé, es por eso que he venido a visitarte —¿sólo a eso has venido?—. Inquirió María mientras levantaba los hombros en un intento por acomodar sus pechos —Me conoces bien, María, en realidad he venido a despedirme. Fuiste el amor de mi vida—. Dijo Julián mientras su mano extraía un pañuelo del bolsillo de su chaqueta.
María bebió el resto de su copa de un solo trago, sin percatarse de que el rojo intenso de su labial se había corrido —Por fin… ¿te casarás? —Sí, mi destino me reclama —¿La amas?—. Preguntó María al tiempo que el pañuelo de Julián enjugaba las lágrimas de ella… —¡No!, no digas nada, prefiero imaginar que sólo a mí me amas. Sé que fallé, y no obstante mi perfidia ya lo ves, me perdonaste. Muchas gracias por venir, ahora ya puedes irte. Cuando quieras regresar ya conoces el camino —¿Puedo besarte las manos?—. Pronunció Julián en un tono suplicante —Julián, mi querido Julián, siempre tan caballeroso.
Se despidieron, María había decidido permanecer sentada en la butaca «Me quedaré unos minutos si no te importa, quiero estar sola.» Le había dicho a Julián mientras ordenaba otra copa de coñac. Lo miró partir hasta perderse entre la lobreguez de aquella calle que por tanto tiempo... los dos juntos caminaron.




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