—¿Quién
eres, en dónde estoy?—, preguntó aquel Hombre que se encontraba desnudo. Su
interlocutor estaba parado frente a él. Tan sólo lo miraba, con esos ojos que
denotaban autoridad —¡Te exijo que respondas mis preguntas!—. Ordenó de nuevo
el Hombre —No querrás saber, además… dudo mucho que lo entiendas —¡¿Pero, quién
te piensas que eres, acaso no sabes de mí?! Podría hacerte azotar con tan sólo
chasquear la punta de mis dedos —Adelante, hazlo—. Pronunció el interlocutor
con absoluta serenidad y confianza.
Aquel,
cuyo rostro no se distinguía, agitó su diestra por encima de la bruma espesa
que cubría los pies de ambos; el Hombre miró a través del espacio que se abría
frente a él y, ante su sorpresa, logró identificar a la distancia su cuerpo yaciendo
sobre lo fino del parquet de una estancia muy lujosa…
—¿!Qué
significa esto?!—. El Hombre preguntó mientras con ambas manos se tiraba de los
cabellos —¿Es una broma, ¿verdad?, ¡No, ya sé, es un sueño, sí eso debe ser!…,
—no lo es, se trata de tu realidad —¡pero, si yo soy poderoso, infalible! —ya
no, de hecho nunca lo fuiste. El poder de mancillar, de destruir, incluso el de
destacar, todo te fue conferido, prueba para poder refrendar la nobleza que te
fue otorgada desde el día en que tú naciste —entonces… ¿estoy muerto? —Sí
—pero, ¡¿por qué?! —porque no entendiste la razón para la que fuiste creado. Abusaste
de tus dones, trataste a tus semejantes como si fueran esclavos, todos al
servicio de tu egolatría —entonces..., ¿esto es el cielo?, ¡¿acaso eres Dios?!
—No, tan sólo soy el cancerbero que te conducirá hasta las puertas del infierno
que tú mismo edificaste.
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