Caminaban sobre lo suave de
la arena bajo los rayos del sol, y escuchaban el sonido de las olas que rompían
en el acantilado. La inmensidad del mar escapaba ante sus ojos perdiéndose en
el horizonte… —Papá, —se dispuso a preguntar el pequeñín quien caminaba con su padre
tomados de la mano —¿existe algo más grande que el mar?
El padre se detuvo, hilvanó
sus respuestas en la mente intentando procesar lo que diría para que el pequeño
entendiera sus palabras, sabedor de que su hijo no se conformaba con hacer tan
sólo una pregunta. —Sí, hijo, existe algo mucho más grande que el mar; es el alma.
El niño se sentó hundiendo
sus pequeñas manos en la arena, cabizbajo, pensativo mientras su padre lo
observaba. Instantes breves hasta que levantó la cara… —Pero, el alma no se puede ver como lo hacemos
con el mar, ¿por qué dices que es más grande? —Ven…
El padre lo condujo hasta lo
alto de una roca. —¿Piensas que el mar es enorme? —Le preguntó a su vástago —sí,
tanto que no alcanzo a mirar en dónde se termina —pues bien, las almas son aún ¡más grandes! Escucha:
Mira la arena y esas rocas en donde se rompen las olas. Son un límite, una especie
de contenedores para evitar que el agua se desborde —¿cómo si estuviera prisionera?
—Indagó el pequeño —Sí. El alma no tiene
límites, ni fronteras, y es tan grande que no distingues en donde comienza ni en
donde se termina. Es libre, no así el mar —entonces, papá; ¿las almas son algo así como el cielo? —preguntó
con gran curiosidad el niño. —Algo así —le respondió el papá.
—Hijo, el agua puedes
tocarla aunque se escape entre tus dedos, pero el alma y el cielo..., no.
—¡Quiero tener el alma muy grande! ¿Puedo, puedo
tenerla, papa? ¡Anda, di que sí puedo! —suplicó el menor mientras brincaba
descalzo sobre la arena.
El padre se puso de rodillas
para estar a la altura de su hijo y esbozando una sonrisa le respondió con gran
seguridad… —Claro que puedes, hijo, pero
para tenerla, deberás como persona ser magnánimo.
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